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Escuela de Humorismo

Guillermo DГ­az-Caneja

Guillermo DГ­az-Caneja

Escuela de Humorismo / Novelas.—Cuentos

PrГіlogo del autor

En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo: eso dije al empezar este libro. ¡Que sea lo que Dios quiera! – pensé al concluirlo.

Siempre he considerado un acto de soberbia, un atrevimiento enorme, la publicaciГіn de todo primer libro; pero considero que ese atrevimiento llega ГЎ su colmo al tratarse de este mГ­o.

Los que hoy son y valen, al publicar nuevas y mejores obras, han demostrado que la publicaciГіn de su primer libro, ni fuГ© acto de soberbia, ni atrevimiento inaudito: fuГ© la consecuencia lГіgica de sus grandes dotes literarias.

Yo, toda vez que mi anterior labor es demasiado modesta, no sГ© si con el tiempo podrГ© justificar la publicaciГіn de mi primer libro. ВЎDios lo haga!

Al decidirme ГЎ publicarlo, lo hago declarando de la manera mГЎs solemne que es el peor de cuantos se han escrito, y que su autor es el Гєltimo de cuantos tomaron la pluma como intГ©rprete de sus ideas.

De cosas cortas lo compuse, pensando que para probar tu paciencia, caro lector, ellas se bastan.

Si tu bondad es tanta que te permite leerlo; si tu paciencia no se agota antes de terminarlo, y si, en caso de hacerlo, sientes por su lectura alguna complacencia, ella me recompensará de las dudas y zozobras que me embargan; mas si sus páginas no lograron interesarte ni un solo momento, sé indulgente con el que las compuso… Después de todo, un libro más, ¿qué importa al mundo?

Escuela de humorismo

I

El Jefe del Negociado 2.º – el departamento no hace al caso – , sentado ante la mesa de su despacho, concluyó, sin duda, el estudio de unos documentos que tenía delante, por cuanto, colocándolos todos juntos, unos sobre otros, dejó caer sobre ellos, á modo de pisapapel, su gruesa mano derecha; recostóse en el sillón que le servía de asiento, contemporáneo de Isabel II, como todos los demás muebles que había en el despacho, y meditó breves instantes; después, inclinando la cabeza hacia la puertecilla, siempre abierta, que ponía en comunicación su despacho con el que ocupaban los oficiales, formuló la siguiente pregunta, con recia voz de bajo profundo:

– ¿Quién tiene las tripas de Antonio Rodríguez?

Los oficiales, al oir la voz del Jefe, suspendieron su tarea y se miraron unos ГЎ otros.

– ¿Qué ha dicho? – preguntó en voz baja el más joven de ellos, llamado Gutiérrez, á su compañero Martínez, que estaba sentado ante una mesa frontera á la suya.

– Pregunta por las tripas de no sé quién – respondió el interpelado.

Como quiera que el Jefe no obtuviese respuesta ГЎ su pregunta, apareciГі en la puertecilla de comunicaciГіn, con los antes citados papeles, formulГЎndola de nuevo:

– He preguntado, que quién tiene las tripas de Antonio Rodríguez.

– Tú, Pepe, ¿no las tienes?

– No, hombre, no; ¡yo qué voy á tener!

– A que resulta que no las tiene nadie – refunfuña el Jefe.

– Yo no las tengo – vuelve repetir Pepe – ; se las di á Jacinto hace cinco días… Tú, Jacinto, tú las tienes.

– ¡Ah! sí, es verdad – replicó el llamado Jacinto – ; aquí las tengo, en el cajón.

– Vamos… vamos – dice el Jefe, malhumorado por la tardanza en encontrar las susodichas tripas– . En qué estará usted pensando… ¡En escribir algún cuentecito de esos que le ponen á uno la carne de gallina!.. ¡Ni sé cómo le admiten ninguno!

Un coro de carcajadas siguiГі ГЎ las palabras del Jefe. Jacinto, abochornado y corrido, buscaba en los cajones de la mesa los malditos documentos que constituГ­an las tripas del expediente de Antonio RodrГ­guez.

– Tome usted – dijo el Jefe, echando los papeles que tenía en la mano, sobre la mesa de Jacinto – . Cósale usted la cabeza y la nota, y téngalo listo para bajarlo luego á la firma. Pero tenga usted cuidado, no vaya á coser algún cuentecito de esos tan distraídos, entre las tripas.

Nueva explosiГіn de risa, que fuГ© en aumento al salir el Jefe, y que s