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La araГ±a negra, t. 4

Vicente Blasco IbГЎГ±ez

Vicente Blasco IbГЎГ±ez

La araГ±a negra, t. 4/9

CUARTA PARTE EL CAPITГЃN ALVAREZ (CONTINUACIГ“N)

XVIII

El padre y la hija

DoГ±a Fernanda adoptГі la resoluciГіn mГЎs propia del caso.

DiГі dos gritos, se retorciГі furiosamente las manos, revolviГ©ronse sus ojos en sus Гіrbitas como si quisieran saltar, y arrojando espumarajos por la boca se dejГі caer, revolcГЎndose a su sabor entre los muebles caГ­dos por la anterior lucha.

Baselga no se inmutГі gran cosa.

Le era muy conocido aquel accidente nervioso, medio que la baronesa empleaba en su juventud cuando vivГ­a MarГ­a Avellaneda y Г©sta no querГ­a acceder a sus peligrosos caprichos.

SabГ­a el conde que aquello era un medio de salir del paso como otro cualquiera, y se limitГі a ordenar a la curiosa servidumbre, agolpada en la puerta, que llevase a la baronesa a su cama.

Cuando doГ±a Fernanda, siempre agitada por sus convulsiones, saliГі del salГіn en brazos de los criados y reclinando su desmayada cabeza sobre el pecho de la burlona doncella, mГЎs seria que nunca, el conde fijГі su severa mirada en Tomasa, que bajaba la vista esperando con resignaciГіn la cГіlera de su seГ±or.

– Ya esperaba yo esto. Hace tiempo que comprendo que algún día mi hija y tú deshonraríais esta casa con un escándalo como éste. ¿Te parece bien que una mujer de tu edad y tu carácter proceda de tal modo?

– Señor – se apresuró a decir el ama de llaves – , yo no tengo la culpa, y esto no lo ha ocasionado la enemistad que yo pueda tener con la señora baronesa. Ha sido sencillamente que escuché desde el comedor cómo se quejaba mi pobre señorita, y al entrar aquí vi cómo doña Fernanda la ponía de golpes como un Cristo, y yo… ¡vamos!, yo no puedo ver con tranquilidad que a una cristiana se la trate de este modo, y más siendo mi señorita, y por eso, agarrando lo que tenía más a mano… ¡pum!, se lo arrojé a esa “indina” señora. Eso es todo.

Tomasa, recordando lo sucedido, no se sentГ­a ya cohibida ante su seГ±or, y erguГ­a audazmente la cabeza como orgullosa de su buena acciГіn.

– Bueno, celebro que hayas defendido a mi hija; pero mientras la baronesa y tú estéis bajo el mismo techo no habrá aquí tranquilidad. Ya es hora de que te retires del servicio, te estoy muy agradecido, y aunque nos abandones, yo te daré lo suficiente para que en adelante no tengas que servir a nadie.

Tomasa se estremeciГі. Nunca habГ­a llegado a imaginarse que algГєn dГ­a tendrГ­a que salir de aquella casa. AsГ­ es que a pesar de las promesas lisonjeras para el porvenir que le hacГ­a el conde, protestГі:

– Yo no quiero abandonar esta casa. Señor, piense usted que yo me considero de la familia, que vi nacer a la señorita María y también a los niños, que…

Tomasa se detuvo. ConocГ­a muy bien al conde, y al ver que Г©ste hacГ­a un ademГЎn indicГЎndola que callase y saliese, obedeciГі inmediatamente; pero antes de marcharse abrazГі lloriqueando a Enriqueta.

Esta no parecГ­a haber salido de la estupefacciГіn producida por la anterior escena. Cuando su padre la sacГі de aquella pelea que la envolvГ­a, golpeГЎndola ciegamente, quedГі asombrada como si no pudiera darse exacta cuenta de lo que acababa de suceder.

ParecГ­ale aquello un sueГ±o; pero para convencerse de lo contrario, sentГ­a en su cuerpo delicado el escozor de los golpes, y todavГ­a le duraba el convulsivo temblor producido por el miedo.

Al quedar sola con su padre, en vez de tranquilizarse, sintiГі aumentado su terror.

ВїQuГ© le sucederГ­a ahora? DespuГ©s de lo ocurrido con su hermanastra, le producГ­a aГєn mГЎs terror aquel padre, siempre grave y silencioso, que en vez de franco cariГ±o le inspiraba una sumisiГіn supersticiosa.

Baselga, al verse solo con su hija, procurГі borrar de su rostro la expresiГіn ceГ±uda e iracunda de momentos antes y dijo con voz dulce:

– Aquí estamos mal. ¿Quieres que vayamos a mi despacho, hija mía? Tengo que hablarte.

Enriqueta se apresurГі a obedecer a su padre con la sumisiГіn de costumbre, pero no por esto d